Si las cosas siguen el rumbo que llevan, el índice inflacionario anual que se registra en Venezuela será el más alto desde 1997. De lejos, el más alto de toda América Latina. El actual gobierno está gestando la tormenta económica perfecta en medio de un paradójico auge de los ingresos petroleros: crece la deuda interna y externa, como el déficit fiscal; la producción nacional está diezmada en un draconiano contexto cambiario; los volúmenes de inversión extranjera son diminutos y, alternada de forma secuencial con la escasez, la inflación se asienta en las vidas de todos como parte de un patrimonio que ya parece cultural. También se viene abajo el crecimiento del producto interno bruto.
Es decir, que en medio de un entorno económico internacional favorable, en pleno auge de los precios de las materias primas, ahora que los contextos sociales latinoamericanos dan muestra de una mejoría notable en todos sus índices, y la correlación del poderío económico internacional en el mundo está, como nunca antes, mejor distribuida, los venezolanos tienen que conformarse con ver la fiesta desde la parte de afuera de la ventana.
Un momento como este es especialmente propicio para volver la vista atrás y cotejar las decisiones más importantes tomadas por el alto gobierno en materia productiva y propiedad en el tiempo reciente. Ninguna aproximación religiosa a la política debe impedir a ciudadanos responsables y adultos exigir el derecho a cotejar los postulados doctrinarios presentados con los resultados ofrecidos. El fracaso del gobierno en un tema tan delicado no puede traducirse en impunidad por el uso a perpetuidad de la bandera nacional y la redención obrera.
La toma violenta e indiscriminada de activos privados en todos los escalones industriales y del comercio ha producido un severo deterioro económico. Nos va a tomar un tiempo apreciable salir del hoyo creado por el chavismo. La potencia económica socialista que tienen años ofreciéndonos no es siquiera capaz de producir para el consumo interno suficientes cantidades de café, rubro para el cual existe, como todo el mundo sabe, vocación natural e histórica.
El diagrama original del socialismo del siglo XXI contemplaba una expansión sustancial de la esfera pública en la propiedad de los medios de producción, junto al impulso de formulas alternativas de gestión y producción. La cumbre del delirio doctrinario lo constituiría la fulana sociedad comunal, y en lo político, el denominado poder popular: una piratería retórica que no tiene contemplada ninguna línea de la Constitución, destinada a desplazar a los “poderes burgueses formales” y crear una especie de república idílica y sin tensiones, carente de intermediarios, reinada a perpetuidad, gracias a los efectos del derecho divino, por el líder de la revolución. La existencia del sector privado, preferiblemente pequeño y mediano, estaba condicionada a que éste se alineara a los lineamientos económicos impuestos por el Ejecutivo.
La actual administración, que en rigor es la misma desde 1999, no sólo ha desmantelado el funcionamiento de los activos que ha tomado para sí, invocando el fin del latifundio, la especulación con los precios o la importancia de la justicia social. También ha lastimado severamente la solvencia financiera y la pertinencia técnica de algunas corporaciones medulares de la nación, que observaron un buen desempeño hasta la década anterior, como PDVSA y la CVG.
Todos los venezolanos tenemos fresco en la cabeza el lienzo de cada nueva emisión del Aló Presidente: cada vez que acá quedaba tomado un nuevo hato, una nueva distribuidora, una nueva cadena de comercialización o una nueva empresa manufacturera, se desdeñaban sumariamente las preocupaciones y observaciones “de la burguesía” para prometernos, a continuación, la fragua de las bases del nuevo edificio de la justicia social. Sería cuestión de tiempo: Venezuela iba a encaminada a convertirse en una potencia.
Durante todos estos años, el sector privado venezolano ha sido objeto de una violenta e impúdica campaña para ser presentado ante la nación como el culpable último de un mal que, para el chavismo, necesariamente debe tener traducción simultánea: el de la inflación, llamada por ellos “especulación”; y el de la escasez, expresada en “acaparamiento”.
Como país, hemos comenzado a enfilar la ruta que nos conduce al fin de este delirio. Dos conclusiones elementales serán colocadas de nuevo sobre la mesa cuando toque hacer los balances correspondientes: que el socialismo propone la creación de un sistema político destinado a destruir la economía (es decir, que es un sistema político que no sirve para nada); y que hay una continuidad que es necesario no perder de vista jamás entre las expropiaciones y la estatización, como causa, y la escasez y la inflación, como efecto.
Dos conclusiones que se supone que ya sabíamos, pero que tendremos que sentarnos a aprendernos otra vez.
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